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Los prejuicios con los que cargan las empresas de familia

“Aquí estoy, haciendo mi mayor esfuerzo mientras escucho que mi generación es la que está condenada a fundir la empresa, y mis primos me miran cada vez con más desconfianza”, compartía con frustración Facundo en una reunión del proceso de trabajo en la que estábamos trabajando sobre la coordinación entre él y sus primos, socios de la empresa que no trabajan en ella.

Facundo es el mayor de cuatro primos que son propietarios de una distribuidora mayorista de insumos electrónicos que importa y vende en todo el país. La empresa se inició con el abuelo que comenzó vendiendo cables eléctricos en Rosario, hasta llegar a abastecer una red de locales minoristas en todo el noreste argentino. La continuaron los hijos que agregaron varios rubros compatibles y le dieron alcance nacional, y finalmente, Facundo y sus primos decidieron una reorientación estratégica y se especializaron en el rubro que hoy trabajan.

Los montos de ventas se redujeron, la estructura se hizo más chica, ajustada a las nuevas necesidades, y las nuevas estrategias empezaron a dar resultados con los vaivenes de la economía nacional. Ante estos ajustes e incertidumbres, los primos de Facundo cambiaron de actitud hacia él, y en algunos casos ponen en duda sus competencias a partir de algunos prejuicios con los que las empresas de familia cargan desde que son objeto de estudio.

Reina la frase: “el padre la funda, los hijos la mantienen y los nietos la funden”, que circula en distintas versiones. Resultado de investigaciones que nunca se citan con precisión, casos concretos de familias empresarias a las que le ocurrió esto que se toman como válidos para generalizar, números y porcentajes estadísticos cuyo origen nunca está del todo claro.

Esta afirmación instala una idea peligrosa, y carga sobre las empresas de familia una mirada de eterna sospecha sobre el futuro: que los hijos son competentes pero no tienen el apego al trabajo que tenía el padre, y que los nietos son incompetentes que pretenden vivir con un estándar de vida cada vez mayor, financiado por el dinero de la empresa que fundó el abuelo.

Y, lo que es peor, que la condición familiar de una empresa es un defecto, una debilidad, una situación indeseada; ya que su mortalidad está asegurada por esa característica, a diferencia de las empresas no familiares, que según este enfoque podrían aspirar a una vida más larga. La realidad es exactamente la inversa. La condición familiar es una inigualable fortaleza.

Estigmatizar a la segunda y a la tercera generación es, en el mejor de los casos, una forma fácil de explicar un fenómeno complejo. Estigmatizar a las empresas de familia como condenadas a morir, es una demostración de ignorancia, entendible en ciertos ámbitos, imperdonable en otros.

Todo esto tiene origen en un estudio hecho en la década de 1980, en un estado norteamericano en el que un grupo de investigadores se centró en la industria manufacturera. Definición poco clara del objeto de investigación, métodos poco consistentes, análisis y conclusiones con criterios contradictorios, hacen que lo hecho no pueda tomarse en serio. Sin embargo, ahí está, rodando por el mundo, repetido de boca en boca, instalando un prejuicio que hay que desarmar.

Veamos algunos datos comparativos.

Una empresa de familia que llega al final de la segunda generación, que tiene que encarar el proceso de transición de la segunda a la tercera pero que todavía no lo empezó, tiene como mínimo sesenta años de vida. Hasta ese momento, los nietos que según el mito son los que la van a fundir no han puesto un pie dentro de ella.

De las empresas no familiares de capital abierto que cotizan en la bolsa norteamericana, tomando la investigación hecha por Standard and Poors que abarca un período de sesenta años, entre 1950 y 2010, el promedio de vida de las mismas fue de 15 años.

Entonces, ¿cuáles son las empresas que tienen posibilidades de longevidad, las familiares o las no familiares?

Lo primero que es necesario hacer es desarmar esa idea en las propias familias empresarias, para que no se termine convirtiendo en una profecía autocumplida. Si no se hace, la mirada de los antecesores será de subvaloración de los sucesores, los procesos de transición generacional se postergarán, y las vocaciones de miembros de las generaciones menores se debilitarán.

Es cierto que hay empresas familiares que han desaparecido por la incompetencia de aquellos que la condujeron. Es cierto que hay patrimonios familiares que se han achicado por haber sido mal administrados por quienes fueron los responsables de hacerlo. Es cierto que hay empresas familiares que estuvieron tiempo en el sube y baja por no haber planificado y ejecutado con eficacia la transición generacional.

Lo que no es admisible es generalizar a partir de casos aislados. En nuestra ciudad de Santa Fe, hay un puñado de empresas familiares centenarias que lo demuestran. En nuestro país hay un centenar de empresas familiares de más de un siglo de vida, que han sobrevivido a través de una historia de nación que solo tiene algo más de doscientos años. 

En el mundo hay empresas familiares milenarias, que aún existen y fueron fundadas antes de que se escribiera la biblia.

Hablemos ahora de longevidad.

Una ventaja imposible de imitar que tienen las empresas de familia, y clave para la longevidad, es que su horizonte temporal, el futuro en el que posan su mirada, se mide en generaciones. Esa es su unidad de tiempo, una generación. Las empresas no familiares de capital abierto que cotizan en bolsa tienen un horizonte temporal de tres meses, definido por el período de medición de sus ganancias. El futuro en el que posan su mirada se mide en trimestres.

Podemos decir que las empresas de familia son espacios de realización personal, profesional y patrimonial que nos alojan a lo largo de nuestra vida. Las no familiares solo nos alojan una temporada.

La principal causa de mortalidad de las empresas familiares, más allá de las que les caben como a cualquier otra empresa (los riesgos de negocios, las crisis, los cambios tecnológicos, el contexto internacional, etc.) es la falta de planificación y preparación de los procesos de transición generacional en la propiedad y en el manejo de los negocios.

De la primera a la segunda generación el principal responsable de hacer lo que hay que hacer es el socio fundador. 

De la segunda a la tercera la responsabilidad es de los miembros de la segunda generación, los hermanos que van a dejar la empresa a la tercera que será una sociedad de primos.

Si lo que hay que hacer no se hace cuando hay que hacerlo, los que vienen después recibirán una empresa con fecha de vencimiento.

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